ODILON REDON
El Enigma del Universo Imaginario

Edouard Manet, uno de los padres del impresionismo, sintetizó perfectamente la pintura de Redon, afirmando que “Odilon Redon nos devuelve a lo incomprensible, mientras que nosotros queremos comprenderlo todo”.

Es el siglo de los sueños y las aventuras, donde parecía estar aún todo por descubrir, las profundidades abisales, las altas cumbres, los bosques vírgenes, el espacio. Sus contemporáneos son Víctor Hugo, Julio Verne, Van Gogh, Maeterlinck, Rubén Darío, Wagner, Rimbaud, Balzac, Nadar, Baudelaire.

Lo incomprensible, lo fantástico, son los elementos fundamentales de su obra, revelados con hondo misterio en todo el período que él mismo denominó como “Los Negros”, cuyo momento más intenso va de 1875 a 1890. Trabajó durante estos tres lustros en la total supresión del color. Litografías, dibujos a lápiz y, sobre todo, a carboncillo. De este período es su famosa obra “Araña Sonriente”, 1881, caracterizada por sus grandes y misteriosos ojos. En un escenario artístico como el francés de los años ochenta, totalmente dominado por el color, la sombría austeridad de esta obra no encontraba muchos seguidores. No obstante, la publicación de Carpetas de Litografías, de una tirada no superior a los cincuenta ejemplares, contribuyó a la expansión de su círculo. Entre estos iniciados se encontraban Stéphane Mallarmé, el más notable de los poetas simbolistas, y J. K. Huysmans, autor de À Rebours, auténtica “Biblia” del decadentismo finisecular.

En 1882 crea una serie formada por seis litografías basadas en los cuentos de Edgar Allan Poe; entre ellas, “El Ojo como un Globo Extraño” nos revela una imagen reiterada cincuenta años más tarde por los dadaístas y por el movimiento surrealista.

Redon también ilustra: “Las tentaciones de San Antonio” de Flaubert y “Las Flores del Mal” de Baudelaire, hacia 1884. Odilon nace en 1840, el mismo año que Monet, uno después que Cézanne y uno antes que Renoir, y comparte también con ellos una decidida oposición al estereotipado academicismo que domina en el Salón. Sin embargo, a su vez Redon se halla lejos también de la actitud de los impresionistas. En la primera página de “A soi Mème”, Redon escribió: “creé un arte según mi parecer”.

En 1886 -año en que Gauguin inicia su legendaria amistad con Van Gogh-, Redon presidió el nuevo “Salón de los Independientes”, conocido como “el de los Rechazados”. Se impone un discurso visual maduro; es la octava exposición de los impresionistas, rompiendo la monotonía de los “Salones Oficiales”. La libertad expresiva revelada por estos artistas cazadores de impresiones fugitivas determinó una auténtica ruptura con el pasado. Mientras Redon, aun más avanzado, pinta movido por una inspiración que fluye libremente de las zonas del inconsciente, bajo la premisa: “hacer vivir humanamente a seres inverosímiles según las leyes de lo verosímil y poniendo la lógica de lo visible al servicio de lo invisible”.

Para Redon los impresionistas tan sólo consiguen aprehender una parte de la realidad; su estrechez de miras les limita al ámbito puramente visual y hace de ellos “verdaderos parásitos del objeto”. Su postura viene de lo más profundo del universo microscópico que tanto le atrajera, y de seres que nos someten siempre a una revisión de lo racional, que son mitad reales y mitad sombras, que tan sólo hemos conocido a través de los sueños que el artista pudo atrapar, a los que él mismo -como un médium- nos acerca. Me refiero a obras como “Centauro Apuntando a las Nubes”, donde Redon nos devela su fascinación por los seres híbridos, hallando en la mitología y en los escritores decadentistas una rica fuente de inspiración.

La actitud creativa de Redon se entronca con la de Gustave Moreau, que fuera máximo representante del simbolismo, y que, como continuador de la gran tradición romántica, aboga por la supremacía de la imaginación y la subjetividad del artista, por el imperio de lo pulsional frente a la tiranía de la razón. Esto aclara que para él se trata de una cuestión de coraje: los impresionistas se protegen, por temor, de todo lo que el arte pueda tener “de inesperado, de impreciso, de indefinible …”, de lo que roce con el enigma. En cambio Redon participa del mismo espíritu que inspira las obras de escritores como Verlaine o Mallarmé, y que en el ámbito de las artes visuales tendrá a Giovanni Sergantini, Théo van Rysselberghe y James Ensor.

Redon concebía el arte como un vehículo para revelar la esencia de un individuo, la “sinceridad instintiva”. Su aspiración es admirada por la nueva generación de pintores. Maurice Denis, miembro del grupo de los Nabis, decía que la lección más importante que se podía extraer de Redon radicaba en “su incapacidad para pintar algo que no sea representación de su estado anímico, que no exprese alguna emoción profunda, que no traduzca una visión interior”.

En 1898 Odilon escribe: “En el Arte, todo se hace por la sumisión dócil a la llegada del inconsciente”. En ocasiones, el pintor anticipa la actitud surrealista frente a la obra de arte, al reconocer su sorpresa por sus propias invenciones, como si el resultado que surgía ante sus ojos sobrepasara todas sus expectativas. No obstante, su “proceso creador” tiene poco del automatismo que preconizaran los surrealistas: pues a diferencia de ellos, Redon siempre es dueño de la situación y aplica su conocimiento de las leyes del arte para abrir “una pequeña puerta al misterio”, permitiendo que sea el espectador quien decida franquearla o no. La clave de este misterio se encontraría en el equívoco, en los dobles o triples sentidos y en la propuesta, por un artista que se convierte en visionario de otros mundos posibles, de imágenes “sugestivas” que admiten infinitas interpretaciones.

Para entender esta primera etapa es importante saber que la infancia y la adolescencia de Odilon transcurrieron en una soledad casi completa, lejos de sus padres y de amigos de su edad. La naturaleza semi salvaje y esos silenciosos y vastos paisajes que rodeaban la austera morada de Peyrelebade, lo nutren día tras día en el lento transcurrir de su vida contemplativa.

¿Qué más se puede pretender para estimular las instrospecciones espirituales, las evasiones de la fantasía, las exploraciones a ese extraño mundo, donde el alma parecería perderse?.

En el París de 1979, conocí los originales de Redon , en su casa de la Avenue de Wagram, donde murió el día 6 de julio de 1916. Caminé una y otra vez por las salas, sintiendo que ahí estaba su última exhalación. El temperamento del artista no pudo resistir tanta crueldad. Me refiero a las consecuencias de la Gran Guerra, que se intensificaban en Francia; este ocaso estremeció la perpetua fantasía de Odilon Redon: su único hijo se encontraba bajo el fuego incesante de las trincheras, junto a millones de muertos. Algunas de sus obras ya tenían más de un siglo, y me asombraron tal vez tanto o más que a sus contemporáneos. Hay un mundo que no vemos, o que vemos tanto que nos adormece.

Conversé con Rafael Alberti, que además de poeta siempre fue pintor -en Madrid, 1985-, sobre la relación de Redon con las “Pinturas Negras” de la Quinta del Sordo, de Goya, y su similitud con autores como Brueghel y El Bosco, quienes también extraen monstruos y pesadillas de sus propias grandes profundidades. Esta conexión de Odilon se visualiza en sus álbumes litográficos: “Hommage à Goya”, “Les Origines” y “La Nuit”, en los que utilizó técnicas de grabar, estimulado por el artista francés Fantin-Latour.

Recién en 1890, Redon regresa al color. Es un artista que concibe el arte como una síntesis entre los estímulos de la realidad exterior y el mundo interior, por ello se impone relacionar las mutaciones del estilo con los avatares de su vida privada.

Claramente debo decir que si el momento más oscuro de su producción, a mediados de la década de los ochenta, había coincidido con las muertes de su querida hermana, la de su único hijo, y la de su amigo Hennequin, el nacimiento de su segundo hijo sin duda influirá en la nueva vitalidad que desprende su obra a partir de 1890.

Se produce un cambio evidente, surge en Redon una paleta de centellas iridiscentes, de colores que se extienden magníficamente, con una refinada elegancia de líneas. Ésta es su segunda etapa, donde renace hacia una pintura llena de magia y espiritualidad. Aquí está el paso decisivo: sustrajo del dominio de “Los Negros” su mundo interior, y lo trasladó al óleo, en un torrente de color incandescente. Un largo prólogo para inventar apasionadamente combinaciones y mezclas.

Los temas míticos abordados fueron escogidos sin limitaciones entre las imágenes y los símbolos contenidos en las diferentes culturas y civilizaciones, desde Occidente hasta el Oriente Arabe, y desde la literatura y la plástica hasta la música. Se apropió de cada sugerencia y la creó en el mismo momento en que se hizo eco de su turbación espiritual. Esta época está marcada por acordes cromáticos, armonías tonales logradas por Redon, experimentando con las técnicas mixtas, el pastel y el óleo. Así es como obtuvo luminosidades que fueron admiradas por los “fauves”. Cuadros que son evocación y símbolo del nuevo mundo espiritual del artista.

Pegaso victorioso luchando contra la Hidra, sus verdes alas translucen un atisbo de luz, en intenso contraste con la sonoridad tímbrica del rojo dominante. Este es el espíritu central de la pintura mística de Redon, después del 1900. Más adelante, serían los mismos jóvenes, como Gauguin y Bernard, a quienes Redon tanto dio en sus años de formación, los que influyeron en su propia obra, en su línea de arabesco y en los valores cromáticos de su pintura.

Con este mismo espíritu inagotable se dedica al estudio de desnudos, como el de “Eva” (1904) o el de “Pandora” (1910, a los setenta años), donde la figura está situada en un Edén, no para nuestras miradas, sino para un mundo imaginario creado por el artista, donde nace y se difunde una belleza que en su obra jamás será impúdica.

Su obra maestra de la madurez se produce en 1910. Trabaja durante dos años pintando un enorme díptico para la biblioteca de la Abadía de Fontfroide, propiedad de su amigo Gustave Fayet. Los dos grandes paneles, que llamó “El Día y la Noche” -para mí son su legado final-, simbolizan sintéticamente toda la trayectoria de Redon, que pasó de la región de las sombras, de las figuras indescifrables y de las miradas pensativas y perdidas, que afloran inesperadamente entre las alas de una mariposa o detrás del tronco de un árbol, a la radiante y triunfal afirmación de la luz, exaltada en el galope de los caballos de Apolo que ascienden hacia la claridad solar.

Pintores jóvenes, como André Derain (1880-1954), son admiradores de la propuesta de Redon, dando paso, en el Salón de Otoño, de 1905, a la primera exposición de los “Fauvistas”, con representantes tan destacados como Matisse, Friesz y Vlaminck.

Es 1916, Europa se desangra, obscura y colapsada. En medio de la Gran Guerra se resquebraja dramáticamente la sólida y culta supremacía europeizante. La muerte deja caer su guadaña sobre los intelectuales; mueren Henry James, Rubén Darío, Enrique Granados, Max Reger, José Echegaray, Felipe Trigo y Umberto Boccioni. Mientras, un grupo de artistas más jóvenes se reúne en el Café Voltaire de Zurich, enfrentados al absurdo, al caos, al sin sentido de su época, dando origen al Movimiento Dadá.

En ese año, ya lo sabemos, Odilon Redon abandona su propio cuerpo, el cuerpo en que había habitado desde 1840. Tuvo un innegable y reconocido papel de precursor, provocando en el campo del pensamiento artístico actitudes propias de las generaciones venideras. Sus aportes visuales continúan impulsando la creatividad de autores actuales.

En el arte, no hay absolutos, así por ejemplo, el pintor y grabador belga James Ensor (1860-1949) es impresionista en una época, pero en otra es simbolista, realista y visionario. Por su parte, Paul Gauguin (1848-1903) fue impresionista antes de crear su propio estilo, en el que simplificó las formas e intensificó el color. Participó de alguna manera en el simbolismo, especialmente, en obras como su portentoso óleo: “¿De dónde venimos? ¿Qué somos ? ¿A dónde vamos?”, de 1897, explicado en varias cartas posteriores del propio Gauguin a sus amigos, antes de intentar el suicidio, respondiendo quizás a la pregunta: “¿Qué somos?” …. Existencia Diaria.

En la obra pictórica de Redon hay dos épocas bien definidas, la primera que ha sido conocida como ” los negros de Redon”, caracterizada por amenazantes monstruos , que representan todo aquello que no comprendemos. Aquello que se nos escapa, lo que adivinamos, pero no percibimos, ojos que son símbolos concretos del alma; libremente observándonos desde el cielo, o apareciendo inesperadamente entre las flores.

Esta transformación desde la tenebrosa técnica de la “carbonilla” hacia los luminosos juegos cromáticos se debe, sin duda, a una mujer, de la que Redon se enamora. Ella es Camille Falte, quien le brinda un ambiente hogareño y sereno, se casan en 1880 y, seis años más tarde, nace su hijo Jean, pero sobreviene la tragedia. Cuando Redon está en sus mejores momentos, muere Jean y esto lo sume en los abismos. En 1889 es el nacimiento de Ari, su segundo hijo, quien trae nuevas luces para sus telas. Hace retratos, motivos heroicos, míticos y un amplio conjunto de temas sagrados.

Las consecuencias de la Gran Guerra se intensifican en Francia y el ocaso estremece la perpetua fantasía de Odilon Redon: su hijo Ari se encuentra bajo el fuego incesante de las trincheras, junto a millones de muertos. El temperamento del artista no resiste tanta crueldad y su último aliento se deja sentir en su casa de la Avenue de Wagram, el 6 de julio de 1916, en París.

(Publicado en Revista “Caballo de Fuego”)