El Crótalo y La Sangre

Perdido, sin ninguna noción de norte o sur, en la emboscada maraña, decidí -machete en mano- recorrer el entorno más inmediato, en la imposibilidad de avanzar, ¿avanzar hacia dónde? En una ocasión descubrí rocas con petroglifos, que intentaba descifrar. Luego caminaba extensamente hacia mi rústico refugio aéreo, contando los pasos y tratando de recordar algún hito diferente, pero regresaba siempre al mismo lugar. Extraviado y rendido ante la imposibilidad de retornar, me senté en la base de las rocas talladas. Sentí entonces algo que se acercaba, las ramas se iban rompiendo a su paso, pero no veía nada. Luego pude ver ramas que se movían y de súbito se irguió la cabeza de la anaconda real.

Estuve absolutamente inmóvil. Sacó su lengua viperina sacudiéndola en el aire, la hizo vibrar de tal manera que hubo un silencio de otros animales. Olisqueó en el viento que venía en su contra, después deslizó su pesado cuerpo en un semicírculo en torno mío, como intuyendo la presencia. Pude ahora ver su color verde oliva, mimetizado en la foresta, con la línea de círculos oscuros a lo largo de un dorso no menor a siete metros.

Es tan temible la venenosa anaconda como la boa amazónica, que era llamada por los nativos «la quebrantahuesos», porque ni siquiera requería del fatídico veneno, pues con sus poderosos anillos trituraba los huesos de los animales aún vivos, para tragárselos lentamente.

Escaso mi respirar, seguí tan inmóvil como pude. La gran sierpe no tenía ningún apuro. Azotó su larga cola entre los pastos, desde los que vi salir asustados animales. Yo no tenía ninguna posibilidad, ni siquiera las botas antiofídicas fabricadas a medida me hubiesen servido para ese veneno mortal. Eran botas para resguardarse solamente de las mordidas de pequeños reptiles, llegaban hasta más arriba de la rodilla con una rótula de laminillas de cuero, que permitían el movimiento, botas que ahora estaban al fondo del río Amazonas, con mis tres amigos muertos, tal vez camino hacia el Atlántico.

Yo sentía que ellos estaban ahí, que de alguna manera que no podría explicar ni explicarme, ellos sí estaban. La muerte no impidió que Efraín, Fausto y Gregorio me acompañaran. Sus voces, creí escuchar sus voces en la infinita polifonía constante de la selva. Sus enseñanzas para observar la naturaleza y para sobrevivir también me asistían. Muertos o vivos, vivos o muertos, estaban ahí.

La víbora se agazapó y esperó inmóvil el paso del tokón, al que mordió para anestesiarlo y engullirlo aún vivo. El pequeño animal, movido sólo por sus reflejos nerviosos, se estremeció por última vez mientras era tragado. Permaneció como dormida mientras un delgado rayo de sol iluminaba su cabeza. Fue cuando sorpresivamente se irguió en el aire y atrapó a una bayuca. Entre los múltiples olores percibí sutilmente el de la sangre. Después de largo rato, la cauta anaconda se movió lentamente haciendo un giro en espiral y se enrolló como un ovillo, para dormir.

El calor por sobre los cuarenta grados, con una humedad que no bajaba del ochenta por ciento, me produjeron una peligrosa somnolencia. Si me dormía estaba perdido, y si cambiaba la impredecible dirección del viento, mi adolorida carne sería vértice de su voracidad. Trataba de meditar sin cerrar los ojos, para bajar el tono de mi exigua respiración. Sentía mi sangre fluir, los párpados se me cerraban. Me fijaba en la respiración de la víbora. Sus anillos de color parecían crecer y decrecer rítmicamente.

Cuando apenas podía yo sostenerme, el crótalo comenzó a desenrrollarse cadenciosamente. Otra vez se presentaba ante mí en forma de semicírculo, se elongó, azotó su cola en el malezal y con solemnidad decidió continuar su camino. Yo me quedé con la rara sensación de que nuevamente la selva había sido amable conmigo. Había sido salvado por el tokón y la bayuca.

Sin embargo se acercaba la noche, y no encontraba refugio. El cielo se cubrió de nubarrones, que se fueron haciendo cada vez más oscuros hasta llegar al azul-violeta-ultramar. Recorriendo el perímetro de la intrigante formación rocosa, encontré un friso, lo que Efraín Contur llamaría un “alero rocoso”. En el suelo encontré rastros del fuego. Ahí habían hecho fuego, habían estado, dormido, habitado… seguramente los propios ofrendatarios del Chamán que había grabado las rocas. Pensé que podrían ser de la tribu Aguaruna, o tal vez de los desconfiados Machiguenga, y me dejaba tranquilo el no estar más hacia el noreste, donde habitaban los sanguinarios Aucas, en el Amazonas del Ecuador. Estos últimos atravesaban con sus lanzas a los nativos de cualquier otra tribu, sin perdonarle la vida a nadie, ni a mujeres o niños. Arrazaban poblados completos. Pero en ese caso, sí estaba yo cerca de los Campa, que en su beligerancia, han combatido por siglos a los Machiguenga, al punto no del exterminio pero sí de la penosa dominación.

Rápido cayó la noche, y el ruidoso aguacero apagaba mis encendidas deliberaciones. Entonces vino lo inevitable, fui asediado por compactas nubes de mosquitos que, en la imposibilidad de cubrirme, flagelaban mi piel de sobremanera, fenómeno infalible siempre que se aproxima una tormenta. La agotadora noche no dio paso a la luz, continuó la galerna dejando sólo una claridad difusa a través de la pesada cortina de agua, que desde el friso caía como cascada delante mío. El agua no dio pausa y de día me dormí mientras fragmentos cada vez más borrosos del pasado se confundían entre el sueño y el torrencial. Al tercer día amainó el aguacero, y con el machete decidí buscar el perdido camino hacia la hamaca. Miré a lo alto y siempre gotereaba sobre mi rostro desde las grandes hojas que juntaban agua, las cuales me permitieron llenar las dos botellas que llevaba.

Ante el infructuoso esfuerzo y sin hitos referenciales, retorné al refugio. Decidí sacrificar una de las dos botellas para el agua. En un acto casi inverosímil y más bién simbólico y poético, dispuse escribir un mensaje, ponerlo en la botella de oporto y lanzarlo al río en la parte hacia el este del Pongo de Mainique. Tenía papel de la bitácora de viaje, pero no con qué escribir. Entonces, de manera muy rústica, escribí con restos del carbón bajo el alero rocoso. El mensaje iba en español, en quechua y en francés, seguido de un gran S. 0. S. remarcado con mi propia sangre, dando el paradero con la ribera del río Mantalo y una incierta latitud.

Lancé esa botella como si en ello se fuera mi propia vida y regresé antes que oscureciera al refugio de piedra, inconsciente tal vez de mi desesperado romanticismo. Esa noche se desató la borrasca. Al amanecer sentí un ruido lejano, como un rumor. Pero estaba solo, con mi cuerpo adolorido, que era mi patria muerta.

Theodoro Elssaca y Carlos Germán Belli, Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda. Ambos poetas unidos por la creación en los momentos de la ceremonia, viernes 14 de julio de 2006, en el palacio de la Moneda.