Portada de la Revista "Caballo de Fuego", Edición Especial del Bicentenario, Chile 2010, donde ha sido publicado este ensayo vivencial de Theodoro Elssaca.
En medio del tapiz ultramar de la mayor cuenca oceánica del planeta, el Pacífico, un enigmático triángulo rectángulo de origen volcánico, llamado por sus habitantes originarios Mata-Ki-Te-Rangi, Los Ojos que Miran al Cielo, se eleva sobre la marejada que golpea incesante sus orillas pobladas por cerca de mil colosales esculturas megalíticas. Desde esos imprecisos bordes y acantilados, sus miradas auscultan hacia un centro que no corresponde al teorema de Pitágoras, y es que más allá del cálculo de catetos e hipotenusas, los Tótem de Piedra son vigías de los centros magnéticos y explanadas ceremoniales, llevando en el fluido invisible de sus inmanentes contemplaciones, la fuerza milenaria del Mana, que todo lo puede.
Sobre la gran Meseta del Albatros, esta pequeña isla, llamada también Rapa-Nui, y bautizada por un holandés como Isla de Pascua, se levanta siendo la “Isla más Isla del Mundo”, vale decir, la que se encuentra más alejada de otra tierra habitada por humanos. En este aislamiento extremo, surgió una cultura tan singular como asombrosa, tanto así que en algún momento los isleños creyeron ser los únicos en el planeta, tal como los continentales hemos creído ser los únicos del universo.
Amenazado su pueblo, en el archipiélago de las Islas Marquesas, por implacables fenómenos naturales, el Ariki Hotu Matu’a soñó esta isla, y aconsejado por su sabio chamán maorí, Hau Maka, envió desde la Tierra de Hiva a los primeros expedicionarios que hallarían este refugio, en el extremo más oriental del Triángulo Polinésico, para luego iniciar el poblamiento recalando con sus linajes en la bahía de Anakena.
El primer occidental en divisarla, el año 1687, fue un filibustero inglés quien le puso su nombre, Tierra de Davis. Inexplicablemente nunca llegó a desembarcar en ella. La describe a muchas millas náuticas de distancia, como una visión fantasmagórica en medio de la niebla, de lo que él pensó era la Terra Australis Incognita. Davis la ubica entre los grados 30 y 40 de latitud sur.
Con esos datos, el holandés Jakob Roggeveen, 35 años después, en 1722, es el primero en descubrirla y desembarcar en ella, junto a C. F. Behrens, quien nos aporta las primeras descripciones. A partir de esta fecha, la cultura de la isla comienza a sufrir la irrupción y el devastador impacto de Occidente.
Este descubrimiento tan reciente, de un lugar insospechado, tanto como geografía así como cultura, ha provocado tal fascinación que se han suscitado y se suscitarán infinidad de teorías y estudios, desde las citas a Platón, referidas a la Atlántida, la Lemuria o la Tierra de Mu, hasta su probable relación con las culturas maya e indonésica. Ciertos fundamentos conducen al Egipto de los faraones y pirámides, encontrándose huellas incluso en las bases lingüísticas y semánticas, por ejemplo para designar al dios Sol, en ambas regiones del mundo se dice “RA”, así como en ambas el trabajo sobre la piedra y la escultura monumental es un rasgo característico e inequívoco. Teoría que también encuentra un paralelo entre las Tablillas Parlantes Rongo-Rongo y las tabletas de arcilla y de piedra, que solamente eran del dominio de los Escribanos de la Corte. Por otra parte, en las extensas cavernas de la isla se han encontrado “Tumbas Reales”, dentro de cámaras secretas abovedadas que atesoran figuras antropomórficas esculpidas en la roca e inquietantes pictografías cosmogónicas.
Esto ha estimulado febriles especulaciones, exacerbadas por la imaginación, hasta escandalizar a la comunidad científica internacional, ya que los fundamentos para sostener y comprobar tales teorías se aproximan a lo mitológico. Entre tanto barullo han pasado casi tres siglos, sin saber siquiera descifrar una sola de las Tablillas Rongo-Rongo. Ni dilucidar realmente cómo es que los gigantescos Moai, de hasta 80 toneladas de peso, pudieron ser trasladados (He Tupa) hasta un Ahu a varios kilómetros de las canteras del volcán Rano-Raraku, en que fueron tallados directamente desde la toba volcánica en las laderas. De igual manera la ciencia no ha podido desentrañar cómo elevaban los Pukao o Hau Hiti Rau, tocados de Hani Hani -escoria volcánica roja- de hasta once mil kilos, a cerca de diez metros de altura, para coronar las cabezas de esculturas que representan a sus ancestros divinizados, siendo además cada una de ellas absolutamente única, ya que la palabra Moai significa “Retrato Viviente”. Así, una vez erguido y coronado en un gran ritual en torno al fuego, le ponían sus ojos y cobraba vida. Tampoco sabemos el uso de los “Torreones de Piedra”, similares a los de Machu-Picchu. Más aún, existe un enorme mundo subterráneo de cavernas, algunas con sus “pájaros fragata” (Makohe, Fregata Minor) plasmados sobre las rocas como en Ana-Kai-Tangata, “La Cueva donde se Comen a los Hombres”. La de Ana-O-Keke, con los petroglifos de los delfines, canoas, ballenas y vegetales utilizados en sus ritos. Otras cuevas casi inexploradas, recorren distancias enormes, plenas de Petroglifos, Pictografías y otros vestigios, caprichosas galerías subterráneas que a veces se conectan permitiendo salir por otra región de la isla.
En las disciplinas científicas nunca se puede decir una última palabra. Por ello considero un valioso aporte este libro que sostienes con la mirada ávida de nuevos conocimientos, una fuente de experiencias plasmadas desde la perspectiva del Dr. en Ciencias Geográficas, Antonio Núñez Jiménez, épico expedicionario, quien lejos de dictar cátedra sobre alguna aventurada teoría preconcebida, acudió a los cráteres de sus volcanes, cuyos espejos de agua inspiran el nombre Los Ojos que Miran al Cielo, abierta la mente y buscando ver con esos Ojos el descubrimiento, para fundamentar su exploración desde esa visión sin prejuicios, basándose en un tema que domina plenamente, el del Arte Rupestre. Este enfoque es lo que hace de sus deducciones sobre el carácter nemotécnico de las Tabletas Parlantes, un valioso y verdadero aporte.
En esta obra el lenguaje de Núñez Jiménez fluye ágil surcado por el vuelo rápido y sempiterno de los Manutara (Sterna Lunata), haciendo palpitar a la isla entera, otorgándole vida a las cerca de mil colosales esculturas de piedra que la circundan, ante cuyas explanadas vuelven a bailar frenéticamente los hombres y mujeres al compás de los tambores, alrededor de su fuego secular, reivindicando con ello la sacralidad de sus ancestros deificados.
Enigmáticamente, las expediciones de Antonio Núñez Jiménez han estado entrelazadas con mis expediciones. Así es como nuestros caminos se cruzaron inicialmente en las entrañas de la cultura incaica, a mediados de los ochenta. Para el geógrafo significó el extraordinario rescate de los “Petroglifos del Perú” y, de manera peregrina, estas mismas imágenes formaron parte, años después, de uno de mis libros, incrustándose aquellos portentosos petroglifos en cada verso. En 1987, mientras su legendaria expedición entraba al Amazonas por el río Napo, en Ecuador, simultáneamente la mía ingresaba a la misma selva por el río Marañón en el Perú, donde murieron tres de los amigos que me acompañaban. Al año siguiente, mientras Núñez Jiménez entraba triunfal a la Bahía de La Habana con sus cinco canoas y un grupo de hombres excepcionales, yo me encontraba expedicionando nuestra misteriosa Isla de Pascua, que sería su próximo destino. Destino que origina el presente libro. Exactamente diez años más tarde, en Septiembre de 1998, regresé a su Cuba natal para estudiar “La Cueva de Bellamar”, título de su notable Tesis, donde hace una descripción minuciosa de las galerías que recorrí. Me cautivaron las similitudes entre las cuevas de ambas Islas: las ígneas formaciones tectónicas de geodas y pululados arrecifes coralinos. Estando en ese lugar que él refiere y admiraba -en medio de las estalactitas y estalagmitas que casi se topan en un pétreo abrazo- abrigué la necesidad de buscar un encuentro con él para compartir experiencias espeleológicas. Entonces, en esas entrañas, me entristeció saber que eso ya no sería posible, pues ese mismo día él había emprendido su más extrema expedición, la que no tiene retorno.
Terminaba de releer su notable libro “En Canoa del Amazonas al Caribe”, prologado por nuestro amigo Gabriel García Márquez, y de ver su film sobre Isla de Pascua, cuando recibí un imprevisto y amable mensaje del expedicionario Ángel Graña, Vicepresidente de la Sociedad Espeleológica de Cuba, quien -“por indicación de la Lic. Liliana Núñez”, Presidenta de la Fundación Antonio Núñez Jiménez de la Naturaleza y el Hombre- me invita a prologar este nuevo libro, dedicado a esa cifrada isla. Estas y otras “sincronicidades” parecieran dignas del estudio científico de Jung.
El legado de Antonio Núñez Jiménez crece exponencialmente al paso de los años, señalándonos múltiples formas del sentido y, en virtud de su aguda visión, se constituye hoy en un enriquecedor patrimonio y un referente medular para comprender la cultura Rapa Nui.